Gerontius


 En el 407 d.C., Constantino III, nombrado emperador por sus legiones en Britania, se subleva contra Honorio, emperador legítimo de Roma. Constantino abandona Britania y es reconocido rápidamente por las tropas de la Galia. Ven en él al defensor de Roma ante la invasión de los bárbaros que, un año antes, habían cruzado el Rin y avanzaban imparables hacia el sur. Su siguiente paso es dominar Hispania. Envía a su hijo, Constante, nombrado por él César, y a su mejor general, Gerontius, para vencer toda resistencia a su proclamación.
En el atardecer del 11 de enero de 409, un apresurado jinete atraviesa los campos palentinos. El caballo resuella y relincha, montado por un joven de melenas salpicadas de sangre. Casi sin aliento, caballo y jinete llegan a toda prisa a la entrada de una rica villa romana. Varios pastores intentan contener su rebaño, inquieto por aquella frenética carrera. Los sirvientes salen a la puerta, los agricultores cierran los corrales, un criado corre a avisar al señor de la villa. El muchacho, exhausto, grita desde lo alto del caballo, pero nadie entiende lo que dice:

“¡Los honoriaci! ¡Los honoriaci! ¡Vienen hacia aquí!”

El dominus, el señor de la villa, sale de sus aposentos y hace señas a sus sirvientes. El inquieto mensajero es traído a su presencia. Nervioso y agotado, el muchacho habla atropelladamente. La expresión del dominus se vuelve angustiosa y, antes de que el joven acabe su parlamento, sale corriendo de la estancia. En unos minutos reúne a todos los trabajadores de la villa en el atrio de su residencia y da instrucciones precisas a cada uno de ellos. Después, el señor manda traer sus mejores caballos y él y sus asistentes personales montan a toda prisa. A lo lejos, más allá del horizonte, se divisa una gran nube de polvo. Un ejército avanza a todo galope por la llanura hacia la villa.

Desde las montañas cercanas, el dominus detiene su caballo y gira la cabeza para observar por última vez sus tierras: varias columnas de humo se elevan hacia el cielo rojizo. Los atacantes han penetrado rápidamente las defensas de la villa. Persiguen y matan a los campesinos y sirvientes, saquean e incendian las dependencias de la villa. El gran pajar y el almacén se desmoronan dentro de una gran nube de fuego.

“Son soldados bárbaros que luchan bajo el estandarte de Roma – pensó el dominus – y están arrasando villas romanas. ¿Quién ha permitido esto?”

Mientras tanto, lejos de allí, en otra villa cercana a Tárraco, una mujer sonríe frente al espejo al observar su elegante y sofisticado peinado. A su espalda, el general Gerontius observa preocupado el mar a través de un amplio ventanal.

- Esta mañana he consultado a los astros y a los dioses. Marte siempre me ha sido favorable, pero me han asegurado que eso cambiará.
- Mi general, sois el hombre más afortunado del mundo y no os dais cuenta, – ella se levantó y ciñó suavemente sus brazos a la cintura del corpulento general – no necesitáis ningún dios que os diga esto.
- Ya lo sé, Nunechia, pero no dejo de estar inquieto. Ni tan sólo tu dios eludió su destino y murió crucificado.
- Pero olvidas que Cristo murió por amor, y por amor resucitó y venció a la muerte.

Gerontius se giró, sonriendo. Sus manos juguetearon con los rizos de su esposa.
- Déjalo, mujer. Sabes bien que todas estas religiones orientales no me convencen, hablan del amor y la muerte pero un soldado necesita la guerra – con sus gruesos dedos acarició los labios de ella, sellándolos dulcemente –. He vencido al ejército de Dídimo y Veriniano, los primos hispanos del emperador Honorio. Lucharon heroicamente para defender Hispania pese a comandar un ejército de milicianos, campesinos y sirvientes, contratados y pagados por ellos mismos. Si Constantino hubiese enviado a los honoriaci como refuerzos, seguramente no habríamos vencido. Una gran victoria, sin duda, pero sólo fue la primera batalla. El hijo de Constantino, Constante, permitió a los honoriaci saquear las villas palentinas como recompensa. Una acción fruto de su juventud e inexperiencia. Mi justificada oposición sólo sirvió para enemistarme con él. Ahora, Constantino no enviará más tropas y tengo que defender Hispania de los bárbaros que hay al otro lado de los Pirineos con las mismas tropas que han saqueado a los hispanos. ¿Cómo puedo hacer semejante locura? Son tropas cuya lealtad se compra con dinero: así como antes lucharon por Honorio y ahora por mí, mañana pueden encontrar alguien que les prometa más dinero. Y los hispanos están furiosos.

- No te preocupes tanto. Constante volverá a Cesaraugusta pronto. Allí tiene a su familia y su padre no dejará a los bárbaros que asolan Hispania – las manos de Nunechia resbalaron por la túnica hacia las nalgas del general.
- Honorio ha accedido a nombrar Augusto a Constantino. Cada vez está más cerca de conseguir sus pretensiones. Pero no me fío de su hijo. He enviado a Atax al mando de un grupo de alanos a la Galia, para que hable con las tribus bárbaras que allí se asientan.

Gerontius besó los labios de su mujer y durante unos instantes olvidó sus inquietudes. Si Marte ya no estaba de su lado, poca cosa podía hacer ya.
.El verano transcurrió sin incidentes, pero en todos los confines del Imperio Romano se respiraba un ambiente tenso. Algo iba a suceder y sería pronto. Atax volvió de la Galia con noticias preocupantes: un gran contingente de suevos, vándalos y alanos se estaban concentrando al sur de Aquitania, frente a los Pirineos Occidentales. Pero lo más alarmante eran las noticias que llegaban de Constantina, donde Constantino III había establecido su corte desde donde gobernar la Galia: había enviado de regreso a su hijo Constante a Hispania, pero acompañado de un nuevo general, Iustus. Las sospechas de Gerontius se estaban confirmando.

Aquella mañana de otoño fue especialmente dura para Nunechia. Tuvo que decidir entre su marido o el sentido común. Días atrás, Gerontius se había reunido con la curia de Tarraco, y desde entonces se mostraba nervioso y distante. Nunechia sospechaba que tramaba algo importante, pero no consiguió saber qué era. “Las tropas te respetan y te admiran y te seguirán donde sea, pero los hispanos no te apoyarán. Tu eres britano”, le suplicó Nunechia, en un desesperado intento para hacer entrar en razón a un intratable Gerontius. No había forma de disuadirle: sus hermosos ojos azules tenían un brillo especial, su mirada era decidida, atenta y sus músculos estaban tensos como el día antes de una batalla.

Gerontius se había ido por la tarde sin dar más explicaciones y con clara muestra de no querer discutir sus planes. Desesperada, Nunechia llamó a su presencia a Atax, el leal alano y mano derecha de Gerontius. El bárbaro era incluso más alto que su marido. Su aspecto era imponente: su larga barba y cabellos caían trenzados sobre sus fornidos brazos y pecho, cubiertos por un ligero peto de cuero. Nunechia sabía de su falta de elocuencia pero pensaba usar todas sus armas de mujer. Atax la deseaba, lo había notado ya tiempo atrás, en las campañas junto a Gerontius en Britania. El alano fijaba su vista en ella y a la vez, sus gestos y modales se volvían exageradamente retraídos cuando Nunechia se le acercaba, como en una ocasión en que ella le agradeció, en privado, haber salvado la vida de su marido en batalla; Atax, con la cabeza gacha, no pudo ni tan sólo entonar una palabra. Su respiración era dificultosa y entrecortada. Nunechia sabía que estaba enamorado de ella pero debido a la lealtad hacia su marido, Atax nunca mostraría sus sentimientos.

 Y ahora ella iba a aprovecharse de ello: reclinada sobre un diván, jugueteaba con sus pies desnudos. Atax, a escasos metros, se mantenía de pie, intentando esquivar su mirada. La túnica de seda oriental de Nunechia se entreabría generosamente; sabía que si podía avivar su deseo y distraerle lo suficiente, podía traicionar la fidelidad hacia Gerontius. Las primeras preguntas sólo sirvieron para tantearle; cómo se encontraba, si se sentía a gusto a su servicio. Las respuestas fueron monosílabas, inclinaciones afirmativas con la cabeza. Después Nunechia preguntó por su estancia en la Galia, los detalles de su misión. El silencio del bárbaro avivó el interés de Nunechia. Se levantó lentamente del diván y con movimientos estudiados se acercó a él. Aquella mañana había recibido un baño de leche y sándalo; su piel resplandecía y su cuerpo desprendía un suave pero intenso olor a esencias. Su cabello rizado estaba recogido en un elegante peinado del que colgaban finas cadenas de oro. Atax veía acercarse a una diosa. Pese a ser un fornido y aguerrido soldado, ahora se sentía indefenso. Nunechia se situó frente a él; los largos pliegues de su vestido rozaban las piernas del alano. Con sus hermosos ojos verdes entreabiertos, ella le preguntó dónde se dirigía Gerontius aquella tarde, con quién estaba citado. El silencio siguió siendo la respuesta de Atax. Nunechia empezó a desesperarse: podía mandarlo azotar, pero Gerontius se irritaría sobremanera y tampoco conseguiría arrancarle una sola palabra. Ella le acarició la mejilla, enredando su mano en la barba, y le prometió guardar el secreto, “nuestro secreto”, dijo. “Estoy muy preocupada por él y solamente tú puedes ayudarme”. El bárbaro levantó la mirada hacia el techo de la estancia. Nunechia, airada, salió apresuradamente. No iba a saber lo que tramaba su marido hasta que no fuese demasiado tarde.

Gerontius se desvistió y se sumergió lánguidamente en las aguas del frigidarium. Las aguas frías de las termas le avivaron el ánimo. Un hombre ataviado con una elegante túnica blanca, observaba los magníficos mosaicos que decoraban las paredes y suelo de las termas. Su aspecto es impecable, como siempre, pero hoy se siente incómodo por su peinado; se había dejado embaucar con un nuevo barbero y ahora lucía un corte de pelo nefasto, impropio de alguien de su clase. Un aristócrata como él debía llevar los cabellos cortos y la barba bien afeitada.

- Máximo, buen amigo, descálzate y acompáñame en el baño. Tengo una propuesta que hacerte.
- Recibí la noticia de que habías destituido a Apolinar. No sé que pretendes pero deponer a un prefecto del pretorio es una acción que enfurecerá a Constantino, más aún cuando Apolinar era quién gestionaba las finanzas de Constantino en Hispania – Máximo, de pie al borde del agua, no mostraba intención de querer bañarse. Estaba seguro que su cabello le hacía parecer un desalmado.
- Sí, sé que debo rendir cuentas de mis actos a Constantino. Pero todo forma parte de un plan. Constante vuelve a Hispania, acompañado de un nuevo general. Van a destituirme, mi buen amigo. Y mi cese estaba preparado de antemano. Hiciera lo que hiciera, Constante tenía previsto quitarme de en medio una vez conseguido el control de Hispania. Antes de que lleguen a Cesaraugusta voy a pedir a los curiales de Tarraco que te nombren Augusto. Te pido que aceptes el cargo – Gerontius se sumergió bajo el agua y emergió con expresión grave.
- ¿Pero sabes las consecuencias de este nombramiento? ¡Nos sublevaremos contra Constantino! ¿Cómo piensas combatir contra dos emperadores? – los nervios hicieron tambalear a Máximo, que resbaló y casi cae a la piscina – ¿con qué ejército piensas luchar? ¿Crees que con los honoriaci puedes vencer a todas las legiones de Roma?
- ¡Vamos Máximo! ¡Parece que estés de luto con esa barba y esos cabellos! Debes prepararte para tu nuevo cargo y encargar una nueva toga. Todo esta dispuesto, debes confiar en mí.

Máximo sabía que no podía negarse a la proposición de Gerontius. Su amistad y sus negocios le obligaban. Como rico terrateniente y miembro de la aristocracia hispana, ésta era una oportunidad única: obtendría el poder como Augusto en Hispania. Acompañó a Gerontius al tepidarium, una sala ricamente decorada como la anterior, donde se tomaba un baño tibio. Máximo se acicalaba el cabello sin cesar; un sudor frío recorría su frente. No le costaría obtener el apoyo de los curiales hispanos: los partidarios al emperador legítimo, Honorio, habían sido asesinados o habían huido. Aún así, la apuesta de Gerontius era muy arriesgada, y él expondría su cabeza si la rebelión salía mal. El britano era un excelente estratega y seguro que guardaba un secreto, una jugada que le daría la victoria. Los intentos del hispano por sonsacarle de donde iba a conseguir las tropas suficientes para vencer a Constantino en la Galia no obtuvieron respuesta. Tan sólo una sonrisa socarrona iluminaba el rostro de Gerontius cada vez que le preguntaba sobre ese asunto. “Todo está dispuesto, querido amigo” – respondió el general, con el brazo en alto, pidiendo cesar con el interrogatorio.

Los dos amigos pasaron a una sala con un rico pavimento de mármol. El general se tumbó boca abajo y dos esclavos le frotaron con aceites y perfumes para darle un masaje. Máximo bromeó sobre el futuro: Gerontius, un emperador de Roma britano y él como su Augusto, dominando Hispania. “Acepto por mi honor y por la lealtad que te debo el cargo que me propones”. Gerontius levantó la cabeza y sonrió brevemente. Ahora todo empezaría a rodar y no había marcha atrás.

El día después de la investidura de Máximo, Gerontius partió con la cohorte estacionada en Tarraco y los honoriaci hacia la Galia. Nunechia acudió con lágrimas en los ojos a despedir a su esposo. Gerontius descabalgó frente a ella. Se acercó y, sin decir nada, le acarició suavemente la mejilla. Ella se debatía entre la rabia por no haber confiado en ella y su miedo a perderlo. “No regresarás. Temo que no volveré a verte pero estaré aquí, esperándote”. Gerontius se situó al frente de un poderoso contingente de caballería y partió, entre las aclamaciones y vítores de los habitantes de Tarraco.

Ese mismo octubre de 409 d.C., Gerontius envió órdenes precisas y controvertidas a los limitanei, los soldados de frontera en los Pirineos Occidentales. Cerca de cien mil guerreros bárbaros, de las tribus de suevos, vándalos y alanos, asentados en Aquitania, al oeste de la Galia, cruzan la frontera pirenaica y entran en Hispania, sin que nadie les cierre el paso ni oponga resistencia a su avance.

La noticia llegó a Constante, que se encontraba en Tolosa, preparado para cruzar los Pirineos, camino a Cesaraugusta. El hijo del emperador usurpador hundió su rostro entre sus manos. Gerontius había pactado una alianza con los bárbaros y les ha concedido paso hacia Hispania. Esa era la jugada maestra de su antiguo general. Ya no había nada que hacer. No podía hacer frente a esa alianza. Ordenó a su general, Iustus, que él y su ejército le acompañaran en su huida hacia el norte de la Galia. Iustus recomendó volver a Constantina, junto con su padre, Constantino. Pero Constante no admitió recomendaciones ni consejos. Reunió un pequeño séquito y marchó hacia el norte, la única dirección hacia la que podía huir.

Gerontius y su ejército avanzaron siguiendo la vía Augusta, en dirección a la Galia. En cabeza de la marcha del ejército de Gerontius están los honoriaci. Son mercenarios galos, que van contactando con los jefes de las tribus de la Galia y reclutando soldados por allá donde atraviesan. La promesa de una buena recompensa y el prestigio de Gerontius les avalan, pese a la fama del trato duro y estricto que sometía a los soldados. Pero esas tropas ya no se parecían a las victoriosas legiones romanas. Antaño quedaban aquellos legionarios que tres siglos antes invadieron la patria de Gerontius, Britania. Los legionarios romanos ya no utilizaban su característico gran escudo cuadrangular, el scutum, la espada corta, gladius, y las dos jabalinas, pila. Ahora llevaban un escudo redondo, pequeño; una espada larga y una lanza. En poco se distinguían ya de un ejército de bárbaros.

Poco antes de que empezase la primavera del 410 d.C., Gerontius llegó ante las murallas de Constantina y mandó sitiar la ciudad. Sus tropas acampan al otro lado del Ródano y cortan el puerto, los puentes y salidas de la gran ciudad. Constantino III está atrapado.

A los pocos días, espías galos informaron a Gerontius que habían interceptado la huida de Constante y le mantienen preso. Bajo orden de mantenerle con vida, el general britano, con un pequeño grupo de caballeros, marchó al norte, hacia la ciudad de Vienne, a orillas del Ródano. Una vez allí mandó traer al prisionero ante su presencia.

- Mi joven Constante. Demasiada ambición para alguien tan inexperto. Y siempre demasiado altivo como para desoír cualquier consejo, pero, al fin y al cabo, fuisteis criado como un monje. No se podía esperar que fueseis un gran César. Mucho ha cambiado todo desde que conquistamos juntos Hispania. Ahora sólo sois un cobarde que huye de su destino.

Dos antorchas colgaban en el interior de la tienda, detrás de Gerontius, prolongando su sombra sobre Constante, postrado de rodillas ante él, con los ojos enrojecidos.

- Y tu, ¡general ingrato! ¡Te has atrevido a levantarte contra quien confió en ti! Tu ambición también te rebasa – su voz era temblorosa y agitada –. Pero has cometido un error muy grave al permitir que los suevos entren en Hispania. ¡No respetarán ninguna alianza ni pacto que hayas hecho con ellos! Los bárbaros arrasarán por allá donde pasen y no podréis hacer nada para evitarlo.
- Eso, si acaso, es problema mío – Gerontius mantuvo un tono firme y severo – Sé que me habéis detestado y envidiado porque, sin mí, tu padre no seria nada. Tan sólo era un soldado elevado a emperador por sus propios legionarios. Siempre temisteis que hiciera lo que he hecho, por eso pretendías quitarme del medio.
- ¡No había ninguna conspiración contra vos! ¡Mi padre y yo siempre os hemos respetado!

Atax se acercó sigilosamente a la espalda de Constante. Su mano derecha se mantenía oculta bajo su coraza de cuero.
- Bien. Entonces encomendaos a los dioses. Pronto vuestro padre os acompañará.

El cuerpo de Constante cayó a los pies de Gerontius, con un estudiado corte en el cuello que prolongaría su agonía unos minutos. Atax, con la daga en la mano, asintió afirmativamente con la cabeza.

El general volvió al asedio de Constantina. El cuerpo de Constante fue crucificado ante las murallas de la ciudad, pero pasaron varios meses y Constantino no envió ningún parlamento. Las tropas asediantes empezaban a inquietarse y se produjeron diversas revueltas, que Gerontius reprimió con extrema dureza: mandó crucificar a los sublevados y a todos los sospechosos de incitar a la rebelión.

Un día próximo al verano, Atax se presentó ante la tienda del general.
- Adelante, Atax. Tu semblante muestra preocupación. ¿Qué novedades traes?
- Mi general. Tenemos que irnos. Hay rumores que dicen que Flavio Constancio ha reunificado las legiones de Roma y vienen hacia aquí. Los galos han pactado unirse con él y hay una conspiración para asesinarte.

Gerontius desenvainó la espada y la clavó enérgicamente en el suelo. Su rostro estaba desencajado por la ira.
- Reúne a los soldados que aún me sean leales. ¡Aprisa!
- Mi general, no podéis confiar en nadie. Me han ofrecido mucho dinero por degollaros personalmente, cosa que no voy a hacer. Tenemos que partir inmediatamente.

Esa misma noche, Gerontius y Atax partieron en secreto. Cabalgaron hacia el sur, de regreso a Tarraco, donde confiaba reunir un ejército con la ayuda de Máximo. Pero al llegar a su villa y contemplar el rostro de Nunechia comprendió su desesperada situación: los decuriones de Tarraco habían pactado también con Constancio. Máximo no podría ayudarle.

Había llegado en secreto, pero la ciudad tenía muchos ojos y oídos y pronto sus enemigos sabrían de su presencia. Gerontius ordenó reforzar las fortificaciones de la villa y envió varios mensajeros a los jefes de los clanes de bárbaros que había permitido entrar en Hispania, solicitando ayuda inmediata. Pero antes de que obtuviera respuesta, un numeroso ejército se reunió alrededor de la villa de Gerontius. Al anochecer, empezó una lluvia de flechas incendiarias que iluminaron el cielo. Varios almacenes y corrales comenzaron a arder. Pero el general estaba preparado: un grupo de mujeres y niños salieron a toda prisa con cubos de agua dispuestos a combatir las llamas, mientras hombres parapetados a lo largo del muro que protegía la villa contraatacaron con flechas y piedras. Más de cien atacantes cayeron antes de alcanzar el interior de la villa. Entonces, el general britano mandó replegarse y lanzó una antorcha a un foso cubierto por aceite y brea, que ardió formando un círculo de fuego alrededor de la villa. Muchos murieron abrasados al intentar cruzar el foso. La veintena de defensores supervivientes corrieron a la residencia de Gerontius y cerraron un círculo en el atrio, protegiendo al general. Se desató una dura lucha hombre a hombre, pero la desigualdad numérica de los asaltantes diezmaba rápidamente los pocos hombres leales de Gerontius. Atax, siempre a su lado, combatió ferozmente con su hacha y derribó a numerosos enemigos, pero el círculo se iba cerrando y se vieron obligados a retroceder hacia el interior de la residencia. Gerontius, Nunechia y Atax entraron en una pequeña despensa y obstruyeron la única puerta. La situación es desesperada. Los gritos de los soldados se mezclan con el retumbar de los golpes en la puerta. Nunechia se aferró al brazo de su esposo.

- No hay nada que hacer, mi amado. Cuando entren, sabes bien que me sucederá. Prefiero una muerte dulce en tus brazos.

Gerontius sintió una punzada desgarradora en su vientre que le hizo tambalearse. Había sido siempre un soldado valiente, pero aquella desesperada súplica excedía su valor, aunque debía aceptar la desoladora realidad: aquel era su final.

La besó largamente, con los ojos cerrados, inundados de lágrimas. Aún con el contacto de sus labios, le atravesó el corazón con su espada. La depositó en el suelo y, de rodillas, dibujó con sus dedos el contorno de sus labios. Se levantó con un grito ensordecedor y con la espada en alto, precipitándose hacia la puerta…

Constantino III se entregó a Flavio Constancio con la garantía que su vida seria respetada. Camino a Roma, fue decapitado y su cabeza llevada ante el emperador Honorio, en lo alto de una pica.

Máximo, tras la muerte de Gerontius, fue destituido y huyó al norte de la Galia, refugiándose entre los alanos. Nunca más se supo de él.

Ricard Escarré

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